Los ojos, se convierten en la mirada del misionero, el que vio, el que recorrió, el que intentó comprender, el que se equivocó. Es la perspectiva del jesuita evangelizador que enfrentaba una batalla global entre Dios y el diablo, son sus anteojeras para entender los procesos de cristianización entre los indígenas de la frontera meridional del virreinato peruano, de comprender el bien y el mal, los ojos del protoetnógrafo que comparaba las ritualidades indígenas con sus propias formas de conocimiento (religiosas, clásicas, históricas), pero también los ojos que consideraba que muchas veces era “justo” hacer la “guerra justa” a los “bárbaros” sin “policía”. Son los ojos del educador y del administrador, pero también del polémico y, quizás, del ávido de poder. Son los ojos del que quiso regresar a Europa como procurador pero que muere lejos de su familia y de su tierra, pero cercano a su nueva realidad.
Aquí también están sus manos. Las manos del que escribió, del que las movió en los bosques australes para indicar alguna cruz y bautizar, del que gesticuló en algunas reuniones en los colegios o bien para reprender a alguien; aquellas que intentaron aprehender la realidad a través de la palabra escrita filtrada por su perspectiva de testigo. En cierto sentido, al ser testigo de las cosas que escribía, sus ojos se convierten también en escritura. Se puede decir, entonces, que el saber histórico de Rosales se engloba en el ver y en el escribir. Él se posiciona como “testigo” en la Historia General del Reino de Chile, Flandes indiano (1674), como observador y misionero, pero al mismo tiempo se emplaza como autor con una gran ambición estética y narrativa. Finalmente, es la metáfora de su verdad, de su medida del mundo.