Con el Palacio de La Moneda en llamas y la celebración de los golpistas por el presidente muerto, el silencio emerge como mecanismo de autoprotección ante una violencia desconocida que anuncia ser sólo el principio. La autocensura fue, sin duda, el primero y más inmediato de los efectos del terror de Estado sobre el campo editorial. A ella le siguen años de censura, represión, muertes y exilios. A la diáspora cultural se le sobreimprime en el país la sensación de apagón cultural, como expresión de la política de congelamiento de la actividad cultural del régimen dictatorial.
Cientos de intelectuales, académicos, periodistas, artistas, críticos literarios parten al exilio para emprender en el extranjero nuevas experiencias editoriales. En el interior, como empezó a denominarse Chile en términos del exilio, en medio del terror y en condiciones precarias, se desarrollan iniciativas editoriales para abrir cauces a las palabras silenciadas; textos escritos –y algunos editados en campos de prisioneros/as y centros de detención- dan cuenta de formas de resistencia cultural y política expresadas a través de libros.