Alguien dijo alguna vez que el bosque era el dominio de los alemanes y el mar el de los británicos. Max Schmidt debió consi¬derarlo. Pero a él siempre le ha gustado el mar, su superficie, las olas erizadas por el viento y el sonido en el que encontró la paz. Embarcado como radiotelegrafista en el crucero Dresden, zarpa desde Alemania en una misión de rutina, pero al poco andar estalla la primera guerra mundial. A partir de ese momento, entre la proa y la popa del Dresden nadie puede darse el lujo de lloriquear. Son los únicos sobrevivientes de la batalla de las Falklands y huyen, escondiéndose de la flota británica, hacia los fiordos del sur de Chile. Sólo quieren sobrevivir para que en su cómoda estancia el káiser no saque otro barco en miniatura de su mapa de batalla. Cien años después, en el mismo Chiloé ahora atestado de balsas salmoneras, un velero cruza el estrecho acceso del estero Quintupeu. La tripulación admira los farallones envueltos en una penumbra lúgubre que invita a guardar silencio. Un escalofrío recorre sus cuerpos y la idea de una presencia gélida turba sus pensamientos. Por un instante, les parece que son atravesados por fragmentos de almas que habitan ateridas en el oscuro pasaje. No se atreven a mencionarlo, pero hacen gestos secretos que espantan sombras. La tripulación busca arcones escondidos por los marinos del Dresden antes de que el crucero fuera hundido en el archipiélago de Juan Fernández. Las señales se han eternizado. El velero reposa inmó¬vil, sus tripulantes tienen la loca esperanza de que la vida puede abarcar lo que consigue imaginar el deseo.