Probablemente no haya ningún texto clásico que haya inspirado más interpretaciones, atención crítica y respuestas creativas que la Antígona de Sófocles. ¿Por qué siguen surgiendo todas estas lecturas y reescrituras? ¿A qué tipo de contradicción -siempre contemporánea- responde la necesidad, la urgencia de releer y reimaginar a Antígona en todo tipo de contextos y lenguajes? Qué se pudran. El paralaje de Antígona, de Alenka Zupancic, da vueltas sobre esta pregunta: ¿Qué tiene la figura de Antígona que sigue obsesionándonos?
Como puntos de anclaje claves de esta interrogación general, tres “obsesiones” particulares han impulsado el pensamiento y la escritura de la autora sobre Antígona. La primera es la cuestión de la violencia. La violencia en Antígona es lo contrario de “gráfica”, tal y como la conocemos en las películas y los medios de comunicación; más bien es aguda y punzante, va directa al hueso. Es la violencia del lenguaje, la violencia de los principios, la violencia del deseo, la violencia de la subjetividad.
También está la cuestión de los ritos funerarios y su papel a la hora de apaciguar la “no-muerte” específica que parece ser la otra cara de la vida humana, su trasfondo irreductible que la muerte por sí sola no puede acabar y poner fin. Esta cuestión lleva a Zupancic a examinar la relación entre lenguaje, sexualidad, muerte y “segunda muerte”. La tercera cuestión, que constituye el punto central del libro, es la afirmación de Antígona de que si fueran sus hijos o su marido los que yacen insepultos ahí fuera, los dejaría pudrirse y no se encargaría de desafiar el decreto del Estado.