Erik Satie murió el 1 de julio de 1925. Hasta entonces, nadie salvo él había entrado a su habitación en Arcueil. Después del entierro, sus amigos descubrieron allí cartas, dibujos, una colección de cien paraguas, un enorme número de partituras, un piano inservible, incluso con el pedal atado, y cuatro mil papeles ínfimos «con apuntes para pequeños ruidos, personajes, réplicas, dibujos de edificios mentales e instrumentos musicales absurdos».Entrar a la habitación de Satie parecía, entonces, un modo de ingresar a su mente. Un hermoso correlato espacial de la singularidad de uno de los más extraordinarios compositores del siglo XX. Leer Objeto Satie nos vuelve uno de esos amigos que tienen acceso a un paisaje mental inaudito. Con una elegantísima ironía y una sensibilidad extravagante, María Negroni toma la palabra para imaginar la voz de Satie, la riqueza de su registro y la hondura de sus obsesiones. Hace hablar al motor entusiasta que echó a andar a un autor que corre el horizonte de lo posible: «Por una música sobre la que se pueda caminar, una música que distraiga (…). Una música para no ser escuchada, que desactive el templo mismo de la expresión».