Malos deseos, primer libro de Ciro Romero, se aproxima a la infancia desde la dureza de haber nacido niño en los noventa y tratar de entender qué significa ser un niño. «Se golpean. ¿Sabes pegar?, preguntan. Golpea aquí / la vena larga del trapecio hasta / el final de la mano transportaba / su grosor».
Mientras crece la maleza sobre la familia, la madre educa a los hijos, a veces es una perra vieja colmada de crías, otras una madre pájaro, y a pesar de las buenas intenciones, hay malos deseos. La infancia no es un espacio puro y luminoso, las crías intentan devolver el calostro a la punta de la teta que las alimenta, el hijo siente asco, su mente rodeada de moscas rechaza lo que la madre enseña y lo que los otros niños orgullosos ostentan como masculinidad. Lejos de cualquier pedagogía e incrédulo ante la transparencia del lenguaje, Romero ensaya con lo que el poema ofrece: a ratos excesivo e impetuoso, disloca la sintaxis; otras concentrado y espaciado, piensa el espacio en la página. Y hay algo que no suelta nunca: la potencia de la imaginación: «La fuerza rozó mis pestañas / que eran bosques donde pequeños insectos vivían de la pesca».