Durante una noche de felicidad indecible la virtuosa Alcmena es fecundada por quien ella supone su marido, pero que luego resulta ser el dios Júpiter, que ha asumido la forma de su esposo. Si no solo sus sentidos físicos sino también las fibras más profundas de su corazón fracasaron en decirle quién estaba con ella en la cama, ¿puede estar segura de algo? ¿Puede siquiera estar segura de que ella es ella misma? El narrador que cuenta la historia de la Marquesa sugiere oblicuamente que el autor del embarazo de la dama puede ser sobrenatural (el niño cuyo origen, precisamente porque era más misterioso, también parecía ser más divino que el de las otras personas, palabras agregadas por Kleist cuando revisó el relato en 1810) y así, debajo del misterio banal de quién cometió el acto, puede surgir un misterio más hondo. Tras haber insinuado estas profundidades, Kleist cambia de rumbo. Pero, detrás de la solución feliz propuesta por la narración para el enigma de la paternidad del niño, el oscuro aire de inquietud de la Marquesa sugiere que el género cómico donde se encuentra inmersa puede no ser al que verdaderamente pertenece.