Nuestras primeras palabras lanzadas sobre la experiencia, ¿no habrían ya cubierto, sin que lo sospechemos, nuestra experiencia? ¿No son ya la culminación de tantas elecciones enterradas a través de los años, fosilizadas, en las cuales se ha sedimentado nuestro pensamiento? Las palabras se nos imponen, sin que nosotros tengamos poder sobre ellas, a nuestra manera de pensar y de vivir. También vivir, pensar —verdaderamente vivir y verdaderamente pensar— no sería, en principio, lo siguiente: ¿sacudirse del yugo de aquello que, obligado, sufre el espíritu, pero que no se conoce? Ahora bien, ¿podemos desplazarnos de nuestras palabras, aunque sean las más comunes y corrientes, y desenclaustrar sus prejuicios para darle la oportunidad a otro pensamiento? A un pensamiento que no sea solo la prolongación —el despliegue al infinito— de la manera en la cual comenzamos un día a entrar en el pensamiento. Y en principio, ¿podremos salir de la lengua del «ser», en la cual nuestro pensamiento se ha articulado desde los Griegos?