La trinidad compuesta por sexo, drogas y rocanrol sería a estas alturas un venerable tópico si Steven Tyler no se hubiera consagrado a ella con un paroxismo sulfúrico capaz de disolver hasta los lugares más comunes. En lo relativo al primer apartado podemos afirmar que incluso los más experimentados y adictos al sexo se arrodillan ante las acrobacias de nuestro héroe, que son motivo de estupefación y envidia. Con respecto al segundo baste decir que él mismo cifra en millones los dólares dedicados a la adquisición de las sustancias empleadas para conocer el éxtasis y el borde de la muerte. El tercer sacramento se resume mediante un nombre que ha electrizado a varias generaciones: Aerosmith. Ese vendaval sonoro acumula ya cuarenta y cinco años, los suficientes para que su voz cantante haya tomado conciencia de que es un cuerpo celeste situado en una órbita compartida con, digamos, Keith Richards. De acuerdo con los rituales de la galaxia, Steven Tyler ha empuñado la pluma para contarlo todo con tantos pelos y señales que deja otras memorias roqueras convertidas en almibarados cuentos de guardería. El resultado es este descaro en forma de libro.