Hace cuarenta años me vine a vivir a la precordillera de Santiago y he visto pasar por mi territorio veintiséis distintos pájaros en un año. De chercán a cóndor. Algunos viven aquí y defienden su espacio pero la mayoría son aves de paso. Llegan en primavera y se van en otoño. Otros, como los conocidos picaflores y los cachuditos se adelantan a la caída de las hojas y buscan nuevos rumbos cuando llega el invierno. Los veo desde mi altillo. Vuelan debajo los más pequeños mientras que en el horizonte asoman águilas que planean en los vientos sin batir las alas. Los peñis de Quinquén miran el cielo cuando van a emprender un viaje. Las águilas les indicarán si será una travesía buena o dificultosa. Si vuelan hacia la derecha, como las agujas del reloj, y muestran el pecho blanco, señal de que no habrá problemas. Si a la izquierda y el torso negro, hay que andarse con cuidado. Me puse a investigar el mundo paralelo de los pájaros. Me encontré con documentales en la Internet y cayeron en mis manos libros y cientos de investigaciones hechas por las más prestigiosas universidades. Los pájaros le interesan a muchos. ¡Cómo no! Hay gente que se ha ido a vivir a los árboles para estar más cerca de ellos. Otros viajan solo para ver aves exóticas, como el quetzal resplandeciente de Centroamérica. Son el canto de la naturaleza. Monos, perros, gatos, son disruptivos. Los pájaros en su gran mayoría son armoniosos. Y sabios. No hay pájaros obesos, sedentarios, aburridos. Sus encuentros amorosos son dignos de una ópera. Hay algunos que parecen decoradores de interiores.